Todo empieza a temblar. Me miro las manos, pero no soy yo quien tiembla. Todo se tambalea a mi alrededor: los coches, las farolas, incluso los edificios.
La gente empieza a correr desesperadamente. "¡No se acerquen a las paredes!", grita un policía intentando, sin éxito, mantener la calma. No se puede controlar el pánico tan fácilmente, por lo que, instintivamente, yo también empiezo a correr.
Dudo hacia dónde dirigirme, pero finalmente opto por ir a casa. No vivo muy lejos de aquí y, aunque me cuesta caminar y esquivar las consecuencias de este temblor, espero no tardar demasiado. Al menos allí me sentiré más protegido.
Cuando llego, sin pensar en nada más, enciendo el televisor. Efectivamente, un terremoto ha sacudido México y los muertos ya se cuenta por docenas. Cambia la imagen e informan de que un colegio se ha derrumbado: más muertes y, lo peor, la mayoría son niños.
No recuerdo que haya habido, en esta zona, un seísmo tan fuerte y es que, según siguen diciendo los periodista, este ha sido de una magnitud de 7'1.
Viendo las imágenes, no puedo evitar acordarme del temporal que, hace nada, azotó Estados Unidos. Parece que, por unas cosas o por otras no vamos a poder vivir tranquilos.
Pienso varias veces si meterme en Twitter o Facebook para saber más sobre lo que está ocurriendo en mi país, pero lo descarto. No quiero ponerme más nervioso ni alarmarme más basándose en datos que, en su mayoría, serán falsos o demasiado violentos. Sin embargo, sí decido preguntar a todos mis familiares y amigos si están bien y a salvo. Todos responden al momento. Están bien. Menos mal, ya me voy tranquilizando.
Me levanto del sofá y voy en busca de una de esas bolsitas de té que suelo tener por si las moscas. Tila, eso es. Necesito calmarme del todo. Poco a poco va haciendo efecto. Mucho mejor.
Apago el televisor, ahora mismo no quiero saber nada más. Sabiendo que mis familiares están bien, me basta.
Solo espero que no haya réplicas.
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